Frente al desafío del folio en blanco se presenta el dilema: ¿Cómo conseguir plasmar con palabras el caudal de sentimientos y sensaciones experimentados en la cita con los Cordovas, dejando a un lado mi condición de fan irredento desde la noche en que pude disfrutarlos por vez primera en directo?

Uno hace más de 600 kilómetros con la predisposición de pasar una noche inolvidable después de leer las muy positivas críticas de esta última gira por Europa, pero siempre está el miedo a que las expectativas no se vean satisfechas. ¿Estará la banda que navega sobre las cenizas de los Grateful Dead, The Band o los mismísimos Allman a la altura que de ellos cabe esperar?

La cita era en la Factoría Cultural en Avilés, un espacio acogedor al que ya había acudido en otras ocasiones para disfrutar de la excelente programación con la que la sala nos regala a los amantes de la música. El lugar ideal para el evento: gran sonido y buena iluminación (algo que como aficionado a la fotografía suelo poner en valor) y con el ambiente ideal: un sold out cómodo, sin apretones. Las guitarras acústicas (Lucca Soria y Toby Weaver) al frente, el bajo (Joe Firstman) en medio, los teclados (Sevans Henderson) en transversal a la izquierda del escenario y al fondo batería (Graham Spillman) y percusión (el invitado, Adrián Campos).

Puntual la banda toma posiciones y se arranca con I Know Your Rider (The Grateful Dead) hilándola in crescendo con su Do More No Good, elevando el nivel instrumental hasta lo sublime. En los primeros diez minutos los Cordovas han conquistado el fervor de los asistentes con sus armonías vocales y sus desarrollos con las guitarras acompañados por una excelsa base rítmica. Soltura calculada y complejidad sin esfuerzo.

La maravillosa fragancia de la música de raíz americana lo impregna todo nada más destaparse el frasco de esencias  que es la banda de Tennessee. Continúan con temas propios: Fine Life, Old dog, Storms, Talk To Me, Standing On The Porch,… dejando aflorar una y otra vez las grandes dotes de los músicos.  Devaneo de ritmos de la costa oeste y el encanto de los sonidos del sur, arropados por las cálidas vibraciones del country rock con tintes de psicodelia setentera. Hay en la sala una sensación palpable de júbilo.

De repente la formación se rompe. Percusión, guitarras, teclado, bajo,... todos tienen su momento de gloria. Movimientos de las piezas en el tablero, los músicos se van y vuelven, alternándose, sin que el espectáculo decaiga en ningún momento. Una maquinaria perfectamente ajustada que equilibra la precisión y la locura. Suena High Feeling y el público corea al unísono el estribillo de un tema que bien hubieran podido firmar los mismísimos Flying Burrito Brothers.

Caen más versiones (Sweet Home Chicago) y en la persecución de la complicidad, de la participación del público, en la búsqueda de la energía que emite la audiencia tan importante en la retroalimentación para las jam-bands, suenan El Cuarto de Tula del cubano González Siaba y el Oye cómo va de Tito Puente. Algo que a los más “puristas” no acabó de convencer, les pareció fuera de lugar. Fue el tramo disfrutón y desenfadado del bolo en el que la banda invitaba a bailar y cantar al respetable.

La fiesta se cerró, al igual que comenzó, con los Dead y su clásico Truckin’ poniendo colofón al que, para mi gusto, será uno de los mejores conciertos del presente año. Un bolo en el que la frescura de las brisas del suroeste americano acariciaron al personal en forma de canciones perfectamente construidas que se movían con suavidad de unas a otras durante casi las dos horas que duró el evento.

Por favor: ¿alguien sabe cuándo vuelve esta gente?

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